Columna del profesor Rodrigo Pulgar: “El que no se ruboriza del mal que hace es un miserable” (Aristóteles)
Victoria Camps en su libro El gobierno de las emociones, inicia el capítulo 5 que lleva por título Sin vergüenza citando a Aristóteles: “El que no se ruboriza del mal que hace es un miserable”.
No son pocas las personas que laboran en la universidad, y que al observar las imágenes gráficas de edificios abandonados con sus oficinas destruidas por intervención de quienes invadieron esos espacios, y después de un largo y tedioso tiempo de ocupación por un pequeño grupo de estudiantes, simplemente exclaman “vergüenza”.
La exclamación la compartimos muchos al mirar imágenes que descubren la bajeza humana. Ya no solamente importa en el juicio el mero hecho de la toma (de esto ya he escrito), sino de los daños a los espacios, y por, sobre todo los perjuicios a la vida personal académica de tantas y tantos que han encontrado en la universidad el lugar para ser parte de procesos investigativos y formativos de nuevos y nuevas profesionales. Por ello la composición del juicio adquiere otra connotación; es un juicio alimentado desde la emoción negativa nacida del hecho de ser testigos de un modo de operar cuyo efecto es la ruptura del sentido moral.
Al igual que otras emociones que componen lo cotidiano del hacerse humanos: tristeza, alegría, gozo, pesadumbre, la vergüenza trasunta situaciones vitales. Es una calificación que no sólo da cuenta de la percepción subjetiva ante algo visible que rompe la cotidianeidad o la normalidad de las acciones humanas. Se trata en el fondo de un acto de respuesta emocional de repudio por la humillación que alguien sufre, y que en su resultado práctico califica negativamente a quienes realizan aquello que produce vergüenza. Ante la humillación sufrida se pide sanción social e incluso penal si la prueba lo amerita.
Es probable que la vergüenza sentida por la acción de los otros u otras, corresponda a un mecanismo psicológico de distancia conducente a pronunciar en el fuero interno “yo no lo haría”. Implícito en ese decir sentir vergüenza se devela el sentimiento moral y el rescate de la percepción de lo que se entiende por bien. Además, en la pronunciación “sentir vergüenza” se manifiesta una exigencia por superar cierta actitud anodina que hemos mantenido por años, y que de un modo u otro nos hace cómplices del acto cometido por personas que hoy producen vergüenza.
El problema es mayor, pues los que generan la repulsa por sus acciones, “los otros u otras” que obligan al descubrimiento y resignificación de la emoción de la “vergüenza” como signo de un cambio de paradigma para enfrentar los conflictos, –se impone por fuerza reflexionar un nuevo código de interpretar las acciones de movilización-, son los mismos que asisten, cuando les place, a nuestras aulas; son aquellos y aquellas que a diario vemos circular por el barrio. Es el mismo grupo humano que solicita ayuda ante la posibilidad de entrar en baja académica y, en algunos casos, auxilio por una situación personal que los afecta. Mas son los que dan cuerpo a un modo de vivir la universidad ajena a la comprensión del sentido universitario como lugar creado para el encuentro y diálogo racional entre distintas disciplinas y ópticas sobre el saber. Por ello, por no comprender, mantienen una actitud de silencio ante la pregunta que los cuestiona directamente. Ante el riesgo de desnudar sus carencias de juicio, escapan como seres irracionales ante la posibilidad de ser “descubiertos” en sus actos. Pura contradicción en quienes piden o exigen ser reconocidos como adultos. He ahí una contradicción vital que es compleja de manejar cuando hay ausencia del sentido de complicidad moral por una de las partes que compone la comunidad humana. Son aquellos y aquellas que, al carecer de la conciencia sobre el efecto humillante de sus actos, acusan ser criminalizados por quien se atreve a declarar ilegítimas sus acciones. Probablemente carecen de una conciencia moral suficientemente madura para entender que sus acciones dañan la dignidad de quien es ofendido, pero también –y esto es lo peligroso- al no medir los efectos de sus actos no perciben que es su propia dignidad la afectada…